La tormenta


Iba en tacos a todas partes. Una vez cayó enfundada en alcohol en el bar donde miraba la ventana escuchando a nadie. En la pantalla gigante estaban pasando un partido de tenis y sonaba Santana.

Llevaba entre la melena un toque de maja egipcia que sacó del ajuar de su madre loca. La noche empezaba a alargarse entre sus ojos centelleantes y la lluvia caía por los surcos de su cara. No quedaba tiempo. Había capturado la naturaleza en una botella y un rayo salía de su boca propagando vientos y tempestades.

“Quiero lo que estás tomando”, dijo.

Se quedó parada unos instantes con la punta de los pies golpeando nerviosamente las patas de la mesa. Apoyó el culo en el asiento, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Lanzó una mirada amenazante.  La nena que tenía dentro le brotaba por todos los poros. Quería lo que siempre estuvo perdido. El sonido de los trenes se escuchaba lejos.

Después de unos minutos de silencio lanzó una risa histérica con el segundo sorbo. Y comenzó a deshilacharse como una marioneta. “¿Qué voy a hacer con vos?”, preguntaba.

Al segundo cigarrillo intentó ponerse el piloto que había arrojado sobre el respaldo. El rojo furioso de sus uñas se hacía mármol entre los dedos largos y finos. Se levantó apoyando los dos puños sobre la mesa. Apuró el paso llegando a la vereda y se metió en el auto. Bajó la ventanilla y me lanzó la última amenaza de hiel con sus ojos furiosos. Pasó en tercera y desprendió una bocanada de humo con desidia. Se perdió para siempre en la tormenta.

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Girasoles


Eran las 12 de la noche y me llevé un sanguche de lomo. La mochila olía a sangre de vaca muerta. Todas las miradas que eran semejantes hasta entonces, se transformaron en ajenas, como la silla, la mesa, la ventana, la calle, y ese edificio de enfrente donde viví hace 20 años. La misma ventana de puteada añeja como caramelo rancio.
Porque el tiempo no es un cuento dulce. Caminando sobre las piedras te haces más fuerte y el corazón late. Vos salís a andar en tu bicicleta con los ojos puestos en los jazmines pero a mí me importan mucho más los girasoles. Y acá no sobran los girasoles.
Uno los ve por la ruta de ninguna parte. Desde el parabrisas con mierda de palomas, mientras en la radio FM suena un tipo de 37 que habla como un chico de 13 y se ríe con la misma remera. Yo veo girasoles. Es el destino.
Esos girasoles pueden ser la salvación del universo. Mejor que pegarse a la estela de un cometa, cuando la mañana crece entre huesos y respiras y nublas los ojos en un punto fijo.
Yo quisiera ver una plaza de girasoles sin rejas.

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500 días


En el barrio este hay más perros labradores que bebés. Se ladran entre ellos por las veredas y salen de noche y de día. Copan las tribunas de los partidos que nunca terminan y son idénticos a sus dueños: sufren de distinta intensidad neurótica. Piedras en el zapato de cuerpos nerviosos y narigones. Si dejaran de consumir pastillas para la ansiedad y distintos alcoholes como sobres de sacarina, quizás zafarían del destino. Andan con el tufo a cuestas gritando sus pesares dentro de la jaula de la melancolía.
La mina debe tener 50 largos bien llevados a no ser por su cerebro. Capaz que en la cama es una geisha pero todos sabemos que detrás de toda demente hay un puñal a mano. Ese puñal tarde o temprano te va a lastimar fulero. El gordito sospecha y calla.
Salta de la bicicleta y se acomoda al sol estirando las piernas para el lado del acompañante que parece salido de una cinemateca, aunque por el tono y enfoque de su hilo de voz, debe ser arquitecto o empleado de una inmobiliaria. La mina habla en una rueda de prensa imaginaria, subiendo el volumen hacia los alrededores de la mesa. Y claro: el gordito tiene un labrador con nombre de dios indio que ni Tagore se hubiera imaginado. Ella parlotea símbolos, fechas, parece ser una fanática de la astrología.
“Yo quiero vivir sin mis hijos. La carta me dice que en los próximos meses voy a tener una sorpresa ligada a lo familiar, pienso que debe ser Enrique, imagino que por el lado de su pertenencia con el padre. ¿Entendés, dulce?”, pregunta la mina mirando al gordito, que murmura siempre “sí” a todo lo que emana de la otra cabecita. Son dos fichas de una misma consola desajustada.
«Quizás me compre dos departamentitos al sol y uno lo pongo a alquilar. Eso cuando se vaya Enrique. Ahora está de viaje por las rutas con su amigo el cineasta. Me dejó un gato que araña las paredes y me trae las pelotas como si fuera un perro. ¡Un perro!»
Esta vez, el sí y la risa tímida del gordito la acompaña el jadeo incesante del labrador de nombre indio que si tuviera un tomógrafo de las almas en los ojos vería la profunda oscuridad de estos tiempos de avidez.
La moza me pregunta si los tres son una radio AM. Y sí, le digo. Pasan otros seres presuntamente en vida con correas de perros labradores, que intentan que sus canes no peleen entre sí, luego apoyan el orto en el asiento y despliegan La Nación. Para ellos la noche nunca llega ni dura una vida. Nunca nada dura una vida, ni siquiera la inexplicable ambición que demuestran por lo aparente. La noche es apenas el final del día para estos seres con piel de lagartos de 500 días.

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El ojo de todo


La mujer caminaba doblada hacia delante con una campera de cuero marrón, pantalón con botamanga en forma de campana, botas cortas negras y paso presuroso. Cruzó la calle Soler y esquivó dos ciclistas con cierta artesanía antigua. Ya el cielo del otoño era gris y una parejita pagaba la cuenta. En el bar, había dos nenes en cochecitos, medio dormidos, espiando el futuro por la cerradura.
Dentro de la Iglesia de Nuestra Señora de la Virgen de Guadalupe, un sacerdote confesaba y un coro de mujeres devotas de Cristo rezaba un Padre Nuestro. Un abuelo esperaba afuera, mirando un partido de fútbol jugado por ocho chicos del barrio que corrían y gritaban en la puerta de la Iglesia. Sentado en la escalera, otro pibito con su mamá pedía monedas. Dejaron un bolso adentro del templo para que los feligreses le regalaran lo que les sobra: algo de ropa, antes de que llegue el frío del invierno.
-¿Le rezaste un Padre Nuestro?
-Sí.
Abuelo y nieto se fueron de la mano atravesando la plaza.
En la heladería dos empleados miraban pasar la fauna humana con sus motos encadenadas en la vereda.
La mujer encorvada volvía sobre sus pasos envuelta en su campera de cuero marrón. Llevaba la cabeza gacha y unas profundas arrugadas le surcaban el rostro como cascadas. Hace poco más de diez años protagonizó uno de los hechos políticos más dramáticos de la Argentina y había sido votada con esperanza. Ahora, vaga perdida entre las sombras de su sombra. Cuesta reconocerla en ese ser achacoso, encerrado en la cápsula del tiempo. Ella murmura palabras que nadie comprende y de sus ojos centellea un dolor viejo. Lo lleva en el calcio de los huesos desde que la dictadura desapareció a su hijo. Se acostumbró a caminar entre los muertos y ellos le vienen a hablar en la Pascua. De pronto, pareciera que el coro de mujeres que oran, hicieran oír su voz uniforme más allá del templo de Dios.
El dueño del supermercado chino no toma nota del asunto. Con un cigarrillo a medio terminar en la boca, le dice a su hijo que vuelva a hacer la tarea, pero esta vez en el idioma de los Han. Y todo es un círculo que se detiene en un punto específico.
El mundo vuelve a tener sentido con el grito de gol.

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Mañana


Abrir los ojos tomando la taza del borde y pensar un destino. Para agarrarse de la garrapata con sangre. Volverse un punto fijo en un espejo invisible. Acariciar al gato. Ducharse. Morder la tostada del lado de la sal.
Andar por el camino buscando alas, de a pie. Ahí mortal, deambulando por lo que será olvido.
Calles y rezos que se repiten en voces hasta el infinito. Y me cierran los bares para leer. Y se mueren los mozos. Y la herrumbre toma por asalto el cuchillo de la humanidad.
Apenas si pude poner en la pared una máquina de café. Estoy muy despierto. No logré cambiar el mundo este.
Una mosca se posa sobre la humedad de tus ojos. Pronto serán cientos de insectos inquisidores.
Por la sombra de la sombra digo que avanza el miedo.
No tiene alma el deseo de persistir. Un corazón late dentro de un cofre vacío. Despedirse aullando como los animales para pensarse como un mono que cavila.
Por lo menos, antes andaba en los trenes ilusionado. Comía de la lata y nunca hubiese pensado que los creadores de la violencia iban a justificar su masacre. Porque nadie crea una fuerza bestial para no reglamentar hasta los sueños. El mal es muy sutil a la hora de manifestar su ponzoña.
El género humano ha tenido la extraña virtud de crear la bomba nuclear para seguir comerciando la muerte. El destino del hombre es aniquilarse como rehén de su vanidad competente.
Preso de la acumulación, la tecnología y el consumo, se alejará definitivamente de su esencia para convertirse en un monstruo perfecto.

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Antibalance


Estoy en contra de los balances. Así como desprecio a los contadores y a los notarios. Porque estas son fechas en que las gentes hacen balances. Amontonan recuerdos del año y los colocan en una pira para prenderlos fuego con cierta inoculada frustración.

Soy el mono que no hace alianzas.

Creo en lo que perdura porque está hecho con amor.

Estas fiestas nos ponen frente al espejo de lo que somos. Por eso nuestra impotente incomodidad de pararnos de cara a nuestros seres amados: uno se forjó hombre bajo la luna de la familia propia. Nuestro origen de la ideación de todo un mundo extraño. La sombra de la sombra.

La misma costilla.

Tenemos que aprender de los viejos. De los nuestros. Una de las cosas mágicas que llevan encima es el poder del silencio y de la mirada. Un rayo de sabiduría y misericordia. Llevan el blanco del ojo moldeado en la virtud de la bondad. Son risas que no cuestan plata. Los momentos felices nunca se pagan con nada.

Estoy en contra de los balances pero a favor de los deseos. De esos que suben por la ladera desde el fondo de los sueños. Los que van escalando piedras para transformarse en cometas. Vuelan los sueños con nosotros y somos niños enamorados, corsarios del infinito. Sabelotodos del fracaso para volver a levantarnos con los mocos en la mano.

Una rodilla rallada, dos zapatillas blancas, remeras rojas a rayitas finitas, en colgajos, cargando leña en la panadería de los gallegos.

Una rata haciendo nido, chillando en el tirante. Arde el fuego del horno. Es invierno. La orfandad perdura como perdura el encierro de la finitud. Somos lo que pudimos aprender a reconstruir de la caída y la redención. Porque anhelamos eso y olvido. Ventanillas de trenes que pasaron. Personajes en el escenario de vivir.

Van los cometas trazando círculos en la noche negra y brillante. Las estrellas donde están tus juguetes y los míos. Esta calesita nunca para de girar. Y todo aquel que gozó de la libertad verá caer la luz con el día. Siempre habrá un nuevo día, incluso, cuando ya no estemos para contarlo con anudada desesperación.

Acorralados en la finitud. Por eso me gustan las cosas simples. El abrazo de un hijo y el amor compartido.

Dos copas en la paz de barro de una risa. Allí donde anida el ojo color azul celeste de la princesa del tiempo. La misma que hace brillar diamantes con los surcos de su mano extendida.

Ella no se deja ver por los notarios. Aparece en noches como esta donde todo está por morir para nacer de nuevo.

 

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Pájaros ciegos


Me han dicho que debo ponerle menos sal a las cenas. Que debo dejar de beber vino, cerveza, Jim Beam, tequila y todo lo que tiene alcohol por encima de tantos grados. Me han mandado a correr en la cinta. A caminar en cubierta. Y me escapé de la guardia de un sanatorio privado con un electrocardiograma en la mano. Me han dicho que debo cuidarme para llegar a los 100 años. Que más vale ir construyendo antes de esa vejez añorada con un campo y un techo seguros. Que es mejor ahorrar para la tumba de madera. Salir flaco en las fotos con las remeras más prolijas y planchadas. Escapar del viento frío mirando para el lado norte de la vida. Ahí donde hay poca sombra siempre y los terneros mastican.
Me han dicho que soy belicoso, irascible, perro rabioso de pelea, pelado. Me han dicho que no iba poder enderezarme y acá sigo agitando diagonales y me cago de risa de los miedos.
Me han dicho que me querían. Incluso me han amado. Y amé.
Lo que hice es tan pequeño que no cabría en el cuenco de una mano. Apenas monté un teatro de sueños y los puse en escena. Junté flores y fantasmas y los hice hablar en continuado. Grité los goles de mi enemigo. Y rompí corazones sagrados como quien saca las liendres de los piojos. Algo logré escribir. Poco.
Ahora que el universo choca no quiero perderme las estrellas. Si algún día me toca marchar me iré con el sonido del aire cuando despierta a los pájaros ciegos de las siestas.

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Ir cazando


Por Juan Alonso

Ando cazando palabras a la medianoche cuando los ángeles deambulan en el desconocido fondo de los sueños.

Vas a pronunciar el nombre falso en el momento en que alguien estrelle tu botella vacía contra el suelo. Y del otro lado de la pared se escuchen los gritos reprimidos de una mujer envuelta en un amasijo, viva o muerta al fin del amanecer. Alegremente loca con la mirada fija en el celular para leer los emails. No piensa más allá de la ducha. Apenas si malgasta horas en sobrevivir. Y así van sonando los despertadores. Uno tras otro durante 25 años. Podría estar en la dimensión desconocida pero jamás lo sabrá. Es una inconsciente melancólica.

Vibra el corazón. Dedos de latón. Piel de elefante viejo sin molares. Gira rumbo a la oscuridad del rincón de la casa. Se imagina en una ruta yendo por la 15 desde California. Aletea con el vuelo zumbo de un mosquito de sangre.

Ando cazando palabras porque dice un amigo que le gusta escucharlas. Suenan como el bajo de Malosetti. Voz de locutor de comerciales de arroz amarillo, que deglute terrinas a 25 pesos la porción y se queda satisfecho. Después pide siempre café y mira sin mirar nada.

Cazar para respirar y pagar las cuentas del mes. Llenar las heladeras de yogures y papas y los estantes de vinos. Antes por lo menos la carne se salaba y se colgaba de un gancho. Las vacas eran martilladas a mano y temblaban los cuchilleros.

Ahora se blanquean las paredes de blanco tenaz y se ahorra en moneda extranjera para poder viajar como un maldito hippie. Como el mugriento malnacido que fuiste siempre. Vas a ser rico en amor y en memoria. Y en el último suspiro sentirás el aroma del vino que pediste en Barcelona con esa chica de piel morena que tragaba todo lo que le dabas. Y vas a lanzar una carcajada en el medio de la noche.

Así lunático, cazando el tiempo con la mano sin carne.

 

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