Novela negra en el cine, por Hugo F. Sánchez

El Aura, según Hugo Fernando Sánchez

El aura. Argentina/España/Francia, 2005.

Dirección: Fabián Bielinsky

Intérpretes: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Alejandro Awada, Pablo Cedrón, Walter Reyno, Jorge D´Elíaa, Nahuel Pérez Biscayart.

Una película formidable, en torno a un actor formidable, que interpreta a un personaje formidable.

El costado más amable de Fabián Bielinsky se vio explicitado en Nueve reinas, extraordinaria por muchas razones. Solo para mencionar algunas: casi un estudio abierto -ahí, para todo el que quisiera verlo- sobre la puesta en escena; una argentina «de estafadores» creíble, astuta, en la que todos los personajes funcionaban dentro de un gigantesco anti whodunit (planteo y resolución de un enigma), donde la cuestión era ver cómo él/ellos (Marcos, o sea Darín y el resto) hizo/hicieron la estafa, y de cómo resultaba cazado el cazador. Nueve reinas era una máquina precisa que funcionaba, funcionaba y funcionaba. Pero también, la primera película del realizador reflotaba el buen cine industrial, un cine popular pensante que llenó de gente las salas, a punto tal que desde ese momento, hace ya cinco años, se habla del modelo Bielinsky como ejemplo de las películas que combinan la masividad y calidad.

El aura muestra otra faceta del realizador, en una película que en principio es un trhiller, que después también. Pero no. Es, pero distinto.

En El aura tal vez lo más importante es la construcción que hace el director sobre ese protagonista, él, que de un constado «amable», esto es, el trabajo de taxidermista, casi inmediatamente se ve fracturado por la irrupción del costado oscuro: la febril construcción que el personaje hace sobre otra vida posible, la de un criminal impoluto, cerebral, él. Pero la cotidianidad del taxidermista, la cotidiana quietud y reconcentración, de pronto se ve alterada por un accidente, que funciona como plataforma de ingreso a esa otra vida. En ese trayecto, el resto de los personajes son como obstáculos que una mente analítica, fría, preparada, la de él, en donde también tendrá otro tipo de obstáculos imprevistos (toda la película se juega en la imprevisibilidad), pero que irá resolviendo para llegar a ese crimen posible, perfecto. Pero si hay otro personaje con el cual el taxidermista comparte ese lado oculto, es el perro, un Siberian Husky que bajo el rol de acompañante y en función del reparto de roles que le tocó en suerte, por las noches mata ovejas, desmintiendo la supuesta domesticación a la que se somete, que aparenta. Como él.

Entonces El aura se plantea como una película llena de contrastes, una película cargada, cargada de citas, de homenajes -ahí está él, con Jorge D´Elía, en el depósito del casino, una escena que tiene una puesta similar a la de Marcos con Sandler en el bañó del hotel, o sea: Ricardo Darín, él, y Oscar Núñez en Nueve reinas-, una película llena de opuestos y complementarios, que a pesar de su complejidad y centrada en un protagonista miserable, él, aún así logra la empatía del espectador, pero ojo, con un espectador dispuesto a laburar, un escalón más de aquel espectador relajado de Nueve reinas.

Y El aura comienza y cómo comienza, con un full shot de él, Darín, tirado en el suelo -en esas cápsulas que albergan a los cajeros automáticos-, toda la pantalla llena de él. Darín, recorrido lentamente por la cámara en un traveling cuidadoso, como respetuoso «del después» del ataque de epilepsia, y el sonido es el bip-bip del cajero que reclama atención, que reclama que le saquen esa tarjeta que no terminó el trámite, y que le saquen a él, cuerpo extraño en ese y en cualquier otro ámbito.

Y el ámbito ideal, donde él se siente cómodo, es su taller, solo, con sus herramientas. La película se encarga de mostrarlo en su tarea, en el oficio de taxidermista (¿hay algo más placentero ver a alguien trabajar con solvencia en su oficio?), reconstruyendo un zorro para una exposición, mientras en un primer plano sonoro se escucha Vivaldi. Y la reconstrucción de piel, pelos, alambre y macilla continúa, y luego, otro sonido que se empieza a escuchar, una molestia, una voz. Y Vivaldi que sube la apuesta, y la cámara que se detiene apenas en alguien, la esposa de él, gritando para ser escuchada detrás del vidrio opaco del taller, y él que la ignora. Porque él es eso y nada más, o mejor, él es eso y otra vida posible. Es decir, un criminal sin crimen.

Y después el sur, pero hay que trasladarse y él se sienta en el aeropuerto, y sigue sentado en el jeep, y sigue sentado cuando le preguntan que piensa y dice: «nada». Él sigue siendo él, pero va a ser otra cosa en el sur, en los bosques del sur; o no, aunque haga otra cosa va a seguir siendo él. Un casino, un prostíbulo, un tiro ¿accidental?, el perro, el perro que sabe y comparte, y gente de oficio, de otros oficios y el aura ahí, siempre presente para él, solo él. Y la memoria fotográfica, y también la temporal, y los ataques (y los fundidos a negro) y la oportunidad. El sur, ese territorio que para el imaginario urbano todavía es oportunidad, y las condiciones que están dadas, y ya no es necesario los juegos mentales, las hipótesis criminales encerradas en una mente, la de él, ahora, en la película, en la película de Bielinsky, el juego se convierte en realidad concreta, en el momento en que el ejercicio se lleva a la práctica.

Y hay otras líneas, complementarias y necesarias (hay que recordar, es un thriller, pero no, es un thriller, pero distinto), como el asalto a la fábrica. Él ve y ahí se junta con el espectador (Bielinsky junta, Darín nos dignifica). Él y nosotros vemos ese robo y las consecuencias, el hombre con un tiro en el estómago que se desangra y nosotros que vemos y que no podemos hacer nada. Un guiño, una reflexión audaz sobre el oficio cinematográfico, sobre los recursos narrativos y sobre la moral de una película y el compromiso con el espectador.

Y los días van pasando, se imprimen en el cuadro, una semana, cada uno de los días de la semana y todo sale mal y no, quién sabe. Y Vivaldi vuelve a sonar, él sigue trabajando (¿hay algo más placentero ver a alguien trabajar con solvencia en su oficio?) y alguien de mirada bicolor, y más importante, vivo, está a su lado en el taller. Con él.

Subjetiva

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